Trump, México y el entorno geopolítico

Reflexiones desde lo histórico inmediato

Trump no inaugura una nueva etapa de incertidumbre, sino que en realidad él es producto de la misma. Es difícil poner una data exacta para el inicio de esta “Gran Era de Incertidumbre”, pero existe cierto consenso de que la misma comenzó a partir de los ataques del 11/9 de 2001 y las subsecuentes guerras en Afganistán e Irak. ¿Por qué? porque el “dividendo de la paz” de los 90s, que había resucitado la posibilidad de que el multilateralismo y la cooperación fueran la base del sistema internacional, llegaba a su fin de un solo golpe.

El triunfo de una visión realista -por encima de un aparente excesivo liberalismo- recordó al mundo que los estados nación priorizan la consecución de sus intereses y de su seguridad, por encima de la arquitectura de cooperación global. De hecho, cuando ésta les estorba, la ignoran. Y eso aplica tanto para países del bloque occidental o del resto del mundo. Lo hizo EEUU con sus intervenciones en Medio Oriente en 2001 y 2003 bajo la bandera de la Guerra contra el Terrorismo, a pesar de la condena de la ONU; pero también lo hizo Rusia al anexarse buena parte del oriente ucraniano en 2014, o incluso antes con su invasión a Georgia en 2008. Hay quien argumenta que, en realidad, esto comenzó en 1998 con la operación de la OTAN contra Serbia, lo que “despertó” las alarmas en Moscú y Pekín (tesis de Bruno Tertaris).

El “regreso del realismo” (que en realidad nunca se fue) vino acompañado de la Gran Recesión de 2008, que dió al traste con la confianza internacional en el sistema financiero. 

A todo lo anterior, habría que sumar el avance exponencial de las tecnologías de información y comunicación. Como nunca en la historia de la humanidad, más y más personas tienen acceso a información de todo tipo, en tiempo real. No hay capacidad cerebral para soportar tan abrumadora avalancha de datos, imágenes y sonidos. Ante ello, la “muerte de la verdad” (Michiko Kakutani) no ha hecho más que acrecentar el sentimiento generalizado de incertidumbre, desesperanza y, hay que decirlo, miedo. Hoy en día, aunque estamos más “conectados”, en realidad somos más proclives al conflicto, la desconfianza y la violencia (Mark Leonard).

De tal suerte que, en los últimos años, la incertidumbre política, económica y cultural fue el caldo de cultivo para el (re)surgimiento de opciones populistas, que prometieran el “regreso a los buenos tiempos”, a lo seguro, lo estable, lo conocido. 

Por ello resulta comprensible la llegada de los Bolsonaro, Orban, Erdogan, Meloni, o López Obrador. No es tanto porque la “democracia está en crisis”, pues siempre lo ha estado; es porque un grueso de la población mundial busca respuestas simples a una existencia cada vez más compleja. Ante un futuro de incertidumbre, cuya estructura es prácticamente imposible de prever, prefieren ver hacia lo seguro (o lo que creen seguro): el pasado -aunque éste nunca haya sido tan bueno ni fácil como el neopopulismo quiere pintar. 

Es en medio de este complejo escenario en el que Trump llega la presidencia de EEUU, primero en 2016 y después en 2024. El interregno de Biden llegó muy tarde para detener una tendencia que no es exclusiva del vecino del norte, sino de buena parte de nuestras sociedades. Ahora queda claro que, a lo mucho, el presidente demócrata sólo podría aspirar a retrasar lo inevitable.

Pero ¿qué es lo que quiere Trump? ¿Se trata sólo de un líder mesiánico sin una estrategia concreta, como algunos lo quieren pintar? ¿O es en realidad el vehículo de un movimiento social, acaso cultural, con una prospectiva que va mucho más allá de 2028, cuando termine su último período en la Casa Blanca? Nadie lo sabe a ciencia cierta, y es todavía muy temprano para imaginar escenarios. Sin embargo, es difícil dilucidar una respuesta a las anteriores preguntas, sin tomar en cuenta el papel que juegan tanto el ascenso de China como el revisionismo agresivo de Rusia, ambos factores externos a EE. UU. pero que inciden directamente en su presente y futuro. 

Reflexiones desde lo geopolítico

Esas potencias, cada una desde su propio racional estratégico, perciben a Occidente y sus instituciones de seguridad y financieras, en franco declive. David Kilcullen lo explica muy bien, al argumentar que mientras EE. UU. se enfrascaba en sus interminables luchas en Afganistán e Irak (poniendo en crisis al multilateralismo liberal que el propio Washington había impulsado la década anterior), Pekín y Rusia aprovecharon el vacío estratégico americano y avanzaron sus agendas. Mientras que los chinos buscaron acrecentar su poder nacional vía una agresiva estrategia económico-comercial, primero en el espacio geográfico panasiático y después en África y América Latina; Rusia se lanzó a la reconquista del “espacio postsoviético” que perdió en 1991 tras la implosión de la URSS.

Si para Xi Jinping el “sueño de rejuvenecimiento chino” implica la reunificación con Taiwán, para Putin es igualmente vital “la protección de los rusos étnicos”, se encuentren dentro de Ucrania (ya invadida desde 2014) o en los países bálticos (la mitad de la población de Estonia, por ejemplo, cabría en esa categoría de acuerdo con el más reciente libro de Brands). El punto es simple: la llegada de Trump catapulta un neonacionalismo americano que chocará de frente, tarde o temprano, con un Pekín cada vez más asertivo en lo económico y militar, y una Rusia que busca a toda costa seguirse mostrando como gran potencia. Los próximos 10 años serán decisivos para los siguientes 100.

El mundo parece que se irá decantando por dos grandes bloques geoestratégicos: Occidente, con Estados Unidos, Europa y algunos países en el teatro Indo Pacífico (Japón y Australia, principalmente) como su centro de gravedad; y el de aquellas naciones que, alrededor de China y de otras potencias regionales menores, buscarán impulsar un nuevo acuerdo global cuyas reglas e instituciones aún no están claras. 

Releer a Ratzel vuelve a ser urgente y necesario -aunque no les guste a los revisionistas geopolíticos. El “espacio vital”, ahora agregando las dimensiones cibernética y espacial, vuelve a tomar relevancia en el análisis del comportamiento de las naciones, sobre todo aquellas con mayor peso en el entramado global. Por ello, cuando desde Washington se habla de “retomar” el Canal de Panamá, rebautizar el Golfo de México como Golfo de América, o cuando se sugiere que Canadá se convierta en otro estado más de la Unión (Americana), la geopolítica aplicada como herramienta de gran estrategia, o geoestrategia, hace todo el sentido. Contrario a lo que algunos medios y académicos han señalado, no se trata de diatribas sin sentido, sino de expresiones de poder que hay que saber dimensionar.

Pero si el mundo se está decantando por dos grandes bloques (en los cuatro campos del poder: económico, político, militar y psico-social), ¿por qué EE. UU. ataca a su vecino del sur, que además es su principal socio comercial, un aliado potencial en la nueva guerra fría contra China? Porque Washington no puede permitirse, en medio de este gran proceso de redefinición mundial, seguir cediendo espacios que fue perdiendo en las dos últimas décadas. México, que nos guste o no es parte de la “primera periferia” de Estados Unidos, resentirá una presión creciente para definir su postura con respecto a este nuevo rebalanceo.

Nuestro margen de maniobra es, por consecuencia, excesivamente corto. Me temo que en Palacio Nacional se enfrentan ya dos grandes visiones sobre cómo responder a este reto monumental: por un lado, los hay quienes piensan que México puede mantener una postura estratégica ambigua -algo parecido a lo que se hizo durante la primera Guerra Fría, balanceando la relación con Washington al tiempo de mantener abiertos canales de relación con China y otros polos económico-comerciales menores (como Brasil, por ejemplo). Por el otro, y me temo que se trata de los menos, hay quienes consideran a la integración de América del Norte como un asunto de supervivencia nacional. Para este grupo, la alineación con Washington no es tanto ideológica sino pragmática, incluso geoestratégica, lo que necesariamente implicaría la cesión gradual de soberanía en aras de una mega región político-económica en las décadas por venir.

Soy de los que consideran que hay muy pocas opciones reales sobre la mesa. Los siguientes meses y años demandarán un ejercicio intelectual, por parte de nuestra clase política y elite económica, como no lo habíamos necesitado desde hacía mucho tiempo. No tengo claro, en lo absoluto, qué le depara a México en los años por venir. Pero me temo que no pasará mucho tiempo para comenzar a sentir los efectos tanto de la presión de Washington como de la postura nacional. 

Foto: https://leadwithastory.com/

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